jueves, 31 de marzo de 2011

Todo iba bien hasta que... II

El mundo y mi nacimiento

El hilo conductor de la política internacional a todo lo largo de la década de los ochentas fue la Guerra Fría: detrás de cada crisis política honda, de cada conflicto interno o internacional, de cada levantamiento guerrillero y de cada cuartelazo o golpe de Estado estaba, sutil o alevosa, la mano de una de las superpotencias. El conflicto ideológico fue constante, como
lo había sido desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el planeta quedó dividido en dos áreas de control e influencia. En esa década, el mundo gastó en armas unos quinientos mil millones de dólares anuales. Nada menos. Y el arsenal nuclear tenía, en conjunto, una potencia de destrucción equivalente a un millón de bombas atómicas como la que había destruido Hiroshima en 1945. Veáse el "Cataclismo de Dámocles", del premio Nobel García Márquez.

La muerte de Leonid Brezhnev abrió para la Unión Soviética un período de inestabilidad política que reflejó con gran claridad la catástrofe económica que ya la afectaba en sus entrañas y que era el secreto mejor guardado del mundo. Y es que su economía socialista y centralizada, muy ineficiente, no pudo mantener el aparato militar inmenso que había creado. Y, claro, quebró. En marzo de 1985, cuando Mikhail Gorbachov asumió el poder, la URSS ya era un gigante anémico y tambaleante, que no podía sostener su propio peso. Y en cinco años se desplomó, con resignación y… ¿para siempre?

Pero no solamente la Unión Soviética estaba enferma de muerte. En realidad, como más tarde se sabría, en todos los países socialistas, desde las fronteras rusas hasta el mar Caribe y desde el sureste asiático hasta el corazón del África, los padecimientos políticos y económicos se agravaban con velocidad de vértigo (surgirían las guerras civiles). Es así que en Polonia ya las multitudes estaban a diario en las calles, convocadas por el sindicato independiente Solidaridad (¡coincidencia con lo de África del Norte!). El régimen comunista lo declaró ilegal y lo envió a una clandestinidad forzada y triunfante.


El líder de Solidaridad, Lech Walesa, que estuvo preso un año acusado de cualquier cosa, salió de la cárcel en la Navidad de 1982 para encabezar la que sería la ofensiva final contra el régimen socialista. Y es que al derrumbe soviético siguió la caída del sistema en toda Europa del Este: Polonia, los tres países bálticos, Rumania, Bulgaria, Hungría... Incluso Albania, “el primer país ateo del mundo”, que vivió cuarenta años aislado del mundo, en el atraso más espantoso. Algunos países, como Checoslovaquia, se dividieron y desaparecieron. Y otros, como Yugoslavia, se desintegraron en guerras espantosas y matanzas de horror. Al terminar esa década, en 1990, la ofensiva había terminado. Nunca este planeta había cambiado tanto en tan poco tiempo. El colapso del régimen socialista alteró toda la geopolítica mundial: la bipolaridad se convirtió en unipolaridad, con los Estados Unidos como potencia única y hegemónica, mientras emergían algunas potencias menores, como el Japón, la Unión Europea y, posteriormente, China y la India. El movimiento planetario hacia la izquierda, iniciado en 1917 con la revolución bolchevique, se detuvo en menos de diez años. Las democracias liberales se expandieron por el mundo, mientras las tensiones internacionales disminuían con tanta rapidez como las dictaduras, el número de guerras y los gastos en armas. El peligro de un holocausto nuclear parecía extinguido para siempre. Planetariamente, en términos de seguridad internacional, todo iba bien...


Los conflictos entre ideologías del siglo XX, que a su vez sustituyeron a los conflictos entre estados-nación del siglo XIX como el argumento central de la política internacional, estaban dando paso a la competencia –sobre todo económica– entre estados-nación, e incluso entre bloques de países. Al empezar el siglo XXI, todo parecía indicar que, en el futuro previsible, las grandes disputas internacionales ya no serían dirimidas con armas, en los campos de batalla, sino con productos y servicios, en los mercados, o reducidos a un botón de laboratorios subterráneos. Al planeta Tierra parecía esperarle un largo siglo de paz global, como el que disfrutó entre 1815, al final de las Guerras Napoleónicas, y 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Sí, todo iba bien, hasta que llegó el 11 de septiembre de 2001 y un nuevo siglo y un nuevo milenio... Pero eso ya es otra historia.

Todo iba bien hasta que...

Aquel aciago martes de verano, era un día cualquiera. De repente dos aviones al mando de combatiente islámicos cuasi-radicales fueron estrellados contra los edificios del Wall Trade Center, las famosas Torres Gemelas de Nueva York, la capital del mundo. Hubo bastante más que tres mil muertos y un sentimiento generalizado de desconcierto, consternación y horror. Hubo, sobre todo, un giro inesperado pero decisivo en el rumbo de la política internacional, porque, de pronto, el mundo se encontró ante una confrontación honda y total entre la Cristiandad y el mundo musulmán. Tal como mil años antes.

Sí, en el siglo XI, cuando los turcos tomaron Anatolia tras la batalla de Mantzikert y establecieron una serie de sultanatos a lo largo y ancho de la península, las rutas terrestres hacia Jerusalén quedaron cerradas para los peregrinos cristianos que, en busca de ayuda, recurrieron al Papa Urbano II. Al grito de “¡Dios lo quiere!”, el Pontífice convocó la primera de las cruzadas que durante los dos siglos siguientes partieron de Europa hacia el Oriente Medio en busca de recuperar el Santo Sepulcro, que por entonces ya estaba cuatro siglos en manos musulmanas.
En el siglo XXI, tras los ataques en Nueva York, las legiones cristianas partieron hacia Afganistán, en 2002, y hacia Irak, en 2004, y quizás hacia Libia en el 2011, en busca de los jefes musulmanes que, al grito de “¡Alá es grande!”, habían lanzado una guerra santa contra los infieles. La teoría del profesor Samuel Huntington, según
la cual las civilizaciones serán los protagonistas políticos principales en el siglo XXI y que los conflictos entre ellas marcarán a fuego este período de la historia, pareció más certera que nunca.


En efecto, en un artículo de Foreign Affairs, Huntington recogió un concepto, el “choque de civilizaciones”, que había sido usado inicialmente nada menos que por Arnold Toynbee. Don Huntington pulió y profundizó, en su libro The Clash of Civilizations, su teoría de que el conflicto entre civilizaciones reemplazaría a los conflictos entre estados-nación, como lo fueran hasta la Primera Guerra Mundial, o entre ideologías, como lo fueran durante casi todo el siglo XX, como el argumento central de la historia mundial.

Según Huntington (cuya teoría implícitamente refutaba la de Francis Fukuyama de que se aproxima el "final de la historia" con el triunfo definitivo de la democracia occidental), las «líneas de fractura » entre las civilizaciones serán los frentes de batalla del futuro. El 11 - S, con los ataques en las Torres Gemelas, fue evidente que la primera línea de fractura del siglo XXI es la que separa a la Cristiandad Occidental del Mundo Musulmán. La batalla ya había empezado...

(Continúa...)

¡Dios no muere!

Ya no estamos claro, en la Edad Media, cuando los conventos y los monasterios eran el centro de la vida cultural, literaria, filosófica y científica de esa Europa medieval que tenía la vanguardia indisputada del pensamiento y la creación. Aquellos fueron los siglos en que el poder de la Iglesia Católica no era solamente espiritual, sino también temporal, pues las legiones del Papa hacían que Roma fuera impenetrable, mientras los caballeros cruzados avanzaban periódicamente hacia el Este, en pos de arrebatar el Santo Sepulcro de manos de los «infieles» e incluso tal vez, algún día, encontrar el Santo Grial (burdo, craso e iluso error). El oficio sacerdotal, que empezó con el “pescador” Simón, llamado Pedro por encargo directo de Cristo: “Te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”, según la cita de San Mateo…

He aquí la pregunta: ¿la interpretación de ésta célebre frase, es la causal y deviniente iniciación y formación de los sacerdotes, monjas, seglares y demás “personas de Dios“?
A través de los siglos esa frase convocó al servicio de Dios a miles y miles de hombres, que aportaron al afinamiento y perfección de la doctrina cristiana, como Pablo de Tarso, Agustín de Hipona o Santo Tomás de Aquino, o se dedicaron a llevarla por los siete mares y difundirla en cada rincón del planeta, como es el caso de la logia jesuita hasta convertirla en la fe mayor de una humanidad, habitualmente doliente pero esperanzada.

Los tiempos cambiaron, sin embargo, y es que no solamente el estoicismo fue suplantado por el hedonismo y el idealismo por el pragmatismo, sino que la creciente secularización del mundo fue convirtiendo al sacerdocio en una “vocación” cada vez más escasa y, por lo mismo, extraña e infrecuente, al extremo de que conventos y monasterios que durante siglos bulleron de actividad y empeño, fueron deviniendo en inmensos lugares silenciosos y casi vacíos, que más que congregar fieles devotos y contritos, reúnen turistas caóticos y profanos deslumbrados por un esplendor de antaño que no entienden ni respetan.

Talvez ésta si sea la respuesta a la pregunta, cita tomada no de un Santo Evangelio, sino más bien de una santa (que tan disputado origen tienen éstos seres humanos doctos):
“No me mueve mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno, tan temido, / para dejar eso de ofenderte, Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en la cruz y escarnecido, muéveme el ver tu cuerpo tan herido, / muéveme tu martirio y tu muerte…” (Santa Teresa de Ávila).


O simplemente bastaría con decir: “¡Dios, no muere!”

viernes, 11 de febrero de 2011

Antes del muro, el bloqueo

La Segunda Guerra Mundial había terminado. Alemania había quedado devastada y ocupada. El equilibrio de poder mundial había cambiado decisivamente: los Estados Unidos y la Unión Soviética eran las nuevas potencias dominantes. Por entonces, 1945, eran países aliados. Pero su alianza duraría menos de tres años. Y fue en Berlín donde americanos y soviéticos sostuvieron la primera confrontación de lo que, durante los siguientes cuarenta años, sería la Guerra Fría.
Todo empezó el 24 de junio de 1948. Ese día, tropas soviéticas cerraron todos los accesos al sector oriental de Berlín. Era la respuesta de Stalin a la emisión de una nueva moneda, con la que las potencias occidentales iban a neutralizar la maniobra soviética de emitir inmensas cantidades inorgánicas de viejos marcos, los ‘reichmarks’, para causar una inflación que quebrara la economía de la naciente República Federal de Alemania.
La emisión del nuevo marco, el ‘deutche mark’, enfurenció a Stalin, quien decidió asfixiar Berlín Occidental. Y así, con todos los accesos terrestres cerrados y con sus líneas de abastecimiento rotas, los sectores americano, británico y francés, con sus dos y medio millones de habitantes, estaban condenados a morirse de hambre. Para quebrar el bloqueo soviético solamente había una opción: la guerra. Por entonces, sin embrago, los líderes políticos y la opinión pública occidentales veían a la Unión Soviética como un país que no representaba ningún peligro, al que, además, había que darle un trato preferencial por los seis millones de rusos muertos en el frente oriental durante la guerra. La única gran excepción era Winston Churchill, quien, una vez más, se había adelantado a su tiempo cuando, el 5 de marzo de 1946, ya había advertido que, por la ocupación soviética de media Europa, donde colocó gobiernos títeres, una “cortina de hierro” había caído desde Stettin, en el mar Báltico, hasta Triestre, en el Adriático, dividiendo a Europa en dos.

Pero los líderes occidentales estaban dispuestos a todo, menos otra guerra. ¿Cómo hacer, entonces, para impedir que los habitantes de Berlín Occidental se murieran de hambre? Fue entocnes cuando a alguien se le ocurrió una idea descabellada: avituallar, ropa, medicinas, combustibles…
Todo, incluso, carbón para la calefacción. Y eso haría que hacerlo mientras durara el bloqueo.
Y el bloqueo duró hasta el 12 de mayo de 1943: 323 días, durante los cuales los americanos –con apoyo británico, y en menos grado, francés- hicieron 277.264 vuelos y transportaron 2’343.315 toneladas de carga. Casi una tonelada por habitante. En promedio, un avión aterrizó en Berlín cada 108 segundos, día y noche, las 24 horas. La gesta de los jóvenes pilotos americanos se convirtió en leyenda. Habían hecho lo imposible: salvar una ciudad e incluso convertirla en una de las más prósperas de Europa, con sus calles iluminadas, sus almacenes repletos (una gaseosa nacería) y algunas industrias empezando a funcionar después de la devastación en que había quedado Alemania al final de la guerra. El lema, excesivo y pomposo, de los ingenieros de la infantería de marina había demostrado su exactitud: “Lo difícil lo hacemos inmediatamente; lo imposible requiere de un poco más de tiempo.


Dentro de ese avituallar, estaba la Fanta.

Lo que dijo Napoléon

1792. Las tensiones entre la Francia revolucionaria y las monarquías absolutas de prácticamente toda Europa estaban llegando a su punto de estallido, a medida que en París el proceso se radicalizaba día tras día. La guerra, probablemente generalizada, parecía inevitable; parecía incluso, inminente. No era para menos: tres años después de la Revolución Francesa, el rey había sido despojado de sus poderes y según decían los pesimistas, la guillotina estaba siendo afilada para usarla pronto, contra el rey Luis XVI, y la Reina María Antonieta.
Los monarcas europeos, desde Catalina II de Rusia y Leopoldo II de Austria hasta Federico Guillermo II de Prusia y Francisco II de Hungría y Bohemia, temían, justificadamente, que los ardores revolucionarios franceses se expandieran hasta volverse incontrolables. Algo tenían que hacer. Antes de que hicieran nada, Francia se adelantó: el 20 de abril, la asamblea nacional declaró la guerra a Austria y, de inmediato, lanzó sus tropas contra los Países Bajos austríacos. Pero, al cabo de tres años de revolución y tumulto, el ejército estaba politizado, dividido y debilitado. De la euforia inicial, los franceses pasaron a la inquietud: la guerra podía perderse.

La noche del 25 de abril, el alcalde de Estrasburgo reunió en su casa a un pequeño grupo de “buenos franceses” para hablar de la guerra que recién empezaba. Entre los invitados estaba un capitán de ingenieros de la guarnición local, Claude-Joseph Rouget de Lisle, conocido por ciertas habilidades musicales no muy destacadas, pero habilidades al fin.
“Señor de Lisle –le exhortó fervorosamente el alcalde-, háganos un bello canto para este pueblo de soldados que surge a la llamada de la patria en peligro”. Y, efecto, Rouget de Lisle puso manos a la obra y, según dicen las crónicas de la época, esa misma noche cantó a todo pulmón, un himno que llamó Chant de guerre pour l’armée du Rhin, Canto de guerra para el ejército del Rin.
Unas semanas más tarde, un coronel del ejército encargado de reclutar soldados en Marsella y que casualmente había oído cantar el himno ordenó a sus soldados que lo aprendieran. Como no sabía su título, lo presentó como Chant de guerre aux armées des Frontières, Canto de guerra opara los ejércitos de las Fronteras, y lo convirtió en una canción de marcha de su tropa. Y, marchando y cantando, la tropa de Marsella entró a París el 30 de julio de 1792. Los parisinos, que tampoco sabía el nombre de la canción, la llamaron simplemente La Marsellesa.
De cómo ese canto patriótico para los soldados franceses en la guerra de 1792 se convirtió para el mundo entero en el himno mayor a la libertad podrían escribirse libros completos. Lo cierto es que La Marsellesa (“Allons, enfants de la Patrie, le jour de gloire arrivée; contre nous de la tyrannie, l’létendard sanglat est levé”) es cantada en cada rincón del mundo occidental cada vez que “contra nosotros, de la tiranía, el estandarte sangriento es levantado…”.
Sin embargo, terminada, la guerra contra Austria y durante la Primera República Francesa, los dos imperios, la Restauración Borbónica y la Segunda República, La Marsellesa fue relegada y casi olvidada. Eso ocurrió a pesar de que, porco después de su golpe de Estado del famoso 18 de Brumario del año VIII (es decir el 9 de noviembre de 1799), el futuro emperador Napoleón Bonaparte, extasiado por el inmenso fervor popular que despertada La Marsellesa, aseguró que “esta música nos ahorrará muchos cañones”.
Recién un siglos más tarde, durante la Tercera República Francesa, La Marsellesa volvió a ser muy popular entre los soldados, pero desde 1940 bajo el gobierno colaboracionista de Vichy, durante la Segunda Guerra Mundial, otra vez, La Marsellesa dejó de ser tocada en Francia, aunque posteriormente fuese el ícono de la Resistencia en la Francia Ocupada y en algunas colonias (veáse: http://www.youtube.com/watch?v=Yt1vQ81jNWw&feature=related). El líder de la Francia Libre, el General Charles de Gaulle, la adoptó como canción de guerra, y tras la victoria aliada, como “la canción de los franceses”. Por fin, La Marsellesa, el himno de mayor libertad en todo tiempo y en cualquier lugar, fue convertida en himno nacional de Francia un 4 de octubre de 1958. Hace casi, medio siglo.

viernes, 21 de enero de 2011

"Que los tuertos guíen a los ciegos"


Hace exactamente mil años, en el 1011, el Imperio Bizantino vivía una de sus épocas de mayor esplendor, con su poder elevado a una nueva cumbre después de un largo período de decadencia. Y es que si bien su extensión era inferior a la que tuvo en la época de Justiniano (a quien cuatro siglos y medio antes se propuso restaurar las antiguas fronteras del Imperio Romano, desde el sur de España hasta los confines de Orientales del Mediterráneo y desde los mares Negro y Caspio hasta todo el norte de África), sus nuevas fronteras eran seguras, y por lo tanto, el control de sus territorios no sufría amenazas. Excepto una.
Esa amenaza venía de los Balcanes. El reino de los búlgaros, encabezado por Samuel, se rebelada periódicamente contra las leyes que era impuestas desde la capital del Imperio, Constantinopla, la ciudad que, tras la caída del Imperio Romano de Occidente, en el año 476, se habría constituido en el centro de la Cristiandad, con el nombre de Imperio Romano de Oriente. Estos búlgaros indómitos habían llegado a ser el único desafío contra el Imperio, pues por entonces los musulmanes no tenían ninguna debilidad de enfrentarse a los cristianos.
Basilio II, el emperador bizantino, decidió entonces que había llegado la hora de poner a los búlgaros en su sitio. Las luchas fueron largas y crueles, con muchas víctimas de lado y lado. Finalmente, en la Batalla de Balathista, las fuerzas de Basilio tomaron los flancos del ejército búlgaro y, después lo sorprendieron por la retaguardia. Las tropas búlgaras colapsaron: los 15.000 soldados que sobrevivieron fueron hechos prisioneros. Con su victoria, los bizantinos se anexionaron las tierras comprendidas entre los Balcanes y el Danubio, en plena Europa Central. El Imperio volvía a vivir años de esplendor.


Con 15.000 prisioneros en su poder el emperador bizantino había ganado una batalla pero también un problema: ¿qué hacer con los 15.000 búlgaros? Basilio II dictó, entonces una orden atroz, espeluznante: sacar los dos ojos al 99 por ciento de los cautivos, y un ojo al otro uno por ciento. Y así 14.850 búlgaros fueron dejados ciegos y 150 quedaron tuertos. La idea de Basilio fue simplemente macabra: “que los tuertos guíen a los ciegos de regreso a la capital de su país”. Y eso ocurrió, en efecto.
La devastadora imagen de una enorme multitud de ciegos sangrantes y sin esperanzas, llegando a tientas a Sredets (la actual Sofía), detrás de un grupo de tuertos derrotados y humillados, fue aterradora que el rey Samuel no la soportó: murió dos días más tarde, víctima de una impresión tan honda que le partió el corazón. Basilio, por su parte, parece que no tuvo remordimientos siguió con sus guerras (en 1018 se apoderó del sur de Italia) y murió, ya anciano en 1025, con un sobrenombre que, para sus súbditos era una expresión de admiración sincera: “Matador de Búlgaros”. Y así quedó para la historia. El dominio de Bizancio sobre Bulgaria duró casi dos siglos, hasta 1185. Pero finalmente, el Imperio Bizantino también desapareció; ocurrió en el año 1453, cuando Constantinopla cayó en manos de los turcos, comandados por el magnífico Solimán. Y con la caída de Constantinopla terminó la Edad Media. Ni más ni menos. Pero la crueldad sin límites de uno de sus emperadores, Basilio II será recordada por siempre. De los 14.850 ciegos y 150 tuertos nunca más se supo nada.

lunes, 31 de agosto de 2009

Café Amargo

La preocupación es causal. Es justificada, pero era básicamente inevitable.

La instalación de siete bases militares en distintas regiones de nuestro vecino país de Colombia (para los ecuatorianos), ha desencadenado millar de críticas a lo largo de toda Sudamérica, germinando comentarios hasta con tintes fanáticos como: “vientos de guerra comienzan a soplar” en Latinoamérica, que lo manifestaría Chávez.

La cosa va así: Estados Unidos tiene bases militares alrededor de 87 países, con la clara excepción de la Suiza neutral, ahora, no solamente las instalaciones que se proponen implementar en Colombia serán una de las de mayor prolongación tanto en cantidad de bases como extensión de éstas en un país aliado y «beligerante febril de la lucha contra el terror».

El 11-S generó el cambio más radical de la política exterior no solo de los atacados, sino en todo el mundo, en donde la consigna de la administración Bush (“O están con nosotros o con los terroristas“), dividió al mundo; desde las decisiones de permanecer neutral o juzgar el terrorismo las políticas planetarias se han enfocado en una ayuda ya sea directa o indirecta al país del norte.

El caso sudamericano es diferente, las posturas políticas desde el 11-S, se han mantenido en constante apoyo (tal vez trágica herencia de las dictaduras), pero un giro trascendental desde 1999 ha cambiado eso, diferencias políticas han evolucionado convirtiendo a los Estados Unidos en algo ya secundario pero importante, y ya no de una manera directa. Nótese que el cambio coincide con el ascenso al poder de Chávez y Bush; los ocho años de la desastrosa presidencia americana han sobresaltado a las oficinas ovales sudamericanas tendiendo a ser acérrimos críticos, aún así ésta apatía persistió con la nueva administración y se ha vuelto dolor de cabeza para Obama, se debe tomar en cuenta que Obama y Bush no son los mismos.

Analicemos la situación de Colombia:

Primero. Hace unos años se anunció el Plan Colombia (la desesperada petición de ayuda de Pastrana), entre Washington y Bogotá para asistir militarmente al país, sus vecinos protestaron. Hay que admitirlo: el antiamericanismo parece ser una pulsión ideológica mucho más fuerte que la preocupación por el destino de una sociedad como la colombiana amenazada por la peor pandilla del mundo (después de los maras).

Ahora. Nadie pareció preocuparse cuando Chávez, hace unos meses, dijo que pensaba crear 20 bases militares en Bolivia, tampoco ningún país denunció su amenaza militar a Honduras tras la brusca remoción del poder de Zelaya. Súbitamente, se olvidaron las bases soviéticas en Cuba, entre ellas la mayor del planeta dedicada al espionaje electrónico, y los cuarenta mil militares de ese país que llegaron a residir en la Isla durante la Guerra Fría.

La verdad es que Uribe tiene que buscar la solidaridad norteamericana porque sus “hermanos” latinoamericanos se la niegan y sus vecinos intentan hundirlo.

Segundo. El teatro de operaciones de esas bases no será estrictamente en territorio colombiano, abarcará a toda la región. También hay una admirable eventualidad de acontecimientos entre el golpe militar en Honduras y el desembarco de los marines –igual situación en la que Obama abandona México después de su visita oficial, y una semana después Calderón confirmaba la epidemia de H1N1.

La pregunta acá es si es un reloaded del Plan Colombia. La cuestión es lógica pura. No hay una amenaza de piratería en el Caribe sur, el canal de Panamá está totalmente a salvo y bajo la autonomía panameña, la lógica nos apunta que se instalarán bases militares para eliminar el narcotráfico que exclusivamente es un problema colombiano y las amenazas de las FARC, pero ¿porqué la mencionada instalación se hace cuando las FARC están en declive, sin dinero y sin una base dirigencial influyente? Lógica.


Hay que pensar la situación y el vacío de poder que Estados Unidos tiene por estos lares, es decir, la posibilidad de que Holanda no renueve el acuerdo por las bases de Aruba y Curaçao, con lo cual el área venezolana quedaría sin “control” estadounidense. El cierre de la base de Manta en Ecuador, con lo cual queda al descubierto el área del Pacífico. La pérdida por la revolución pacifista, de la base naval Vieques en Puerto Rico. Ante tal aluvión, se planearon estratégicamente conversaciones con Guyana Francesa y Brasil. Sí, Estados Unidos intentó llegar a un acuerdo con el gobierno francés para la instalación de bases aero-navales en la Guyana Francesa para que sus aviones militares despeguen a África, por la vía de la Isla Asunción (¿porqué creen que Estados Unidos, que posee la mayor tecnología de rescate después de Rusia, no cooperó con la búsqueda del Airbus desaparecido en aquella zona si la tercera cantidad del porcentaje de pasajeros muertos era de esa nacionalidad?).

El caso brasileño es muy diferente, fue un no rotundo, lo que lo llevó a desempolvar de las bibliotecas estatales aquel plan de hipótesis de conflicto que se realizaría en la Guerra Fría ante la amenaza de una invasión, decisión que llevó sus uniformados a realizar un convenio militar con Vietnam para recibir entrenamiento en la lucha guerrillera.

Vientos de guerra –todos los países con la excepción de la Argentina y Paraguay, ha incrementado sus presupuestos militares. Vientos de Guerra, el rencor ecuatoriano-peruano, la amenaza a otra violación a la soberanía ecuatoriana a cargo de Colombia, las acusaciones falsas o no de la relación Correa-FARC-Chávez, el temor de Venezuela ante un ataque colombiano. La cuestión de límites chileno-peruana, las papeleras en el Río de la Plata, y las delimitaciones de la Isla de San Andrés entre Nicaragua y Colombia que desencadenaron en demandas hacia La Haya. La posibilidad de una guerra civil en Bolivia. El aumento del presupuesto militar brasileño para consolidarse como potencia dominante del Atlántico Sur. El nefasto régimen en Honduras, señal que nuestras instituciones todavía no están consolidadas. Efectivamente “vientos de guerra” soplan en Latinoamérica, y la posibilidad de que haya o no un eventual conflicto no será por la instalación de bases militares, eso solamente fue la punta de una amplia y alta pirámide que como Gizeh le robaron su punta de oro. Influye sí, pero la manera en que influirá es anacrónica y eventual ante los acontecimientos que se están dando en esta parte del mundo.

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