viernes, 21 de enero de 2011

"Que los tuertos guíen a los ciegos"


Hace exactamente mil años, en el 1011, el Imperio Bizantino vivía una de sus épocas de mayor esplendor, con su poder elevado a una nueva cumbre después de un largo período de decadencia. Y es que si bien su extensión era inferior a la que tuvo en la época de Justiniano (a quien cuatro siglos y medio antes se propuso restaurar las antiguas fronteras del Imperio Romano, desde el sur de España hasta los confines de Orientales del Mediterráneo y desde los mares Negro y Caspio hasta todo el norte de África), sus nuevas fronteras eran seguras, y por lo tanto, el control de sus territorios no sufría amenazas. Excepto una.
Esa amenaza venía de los Balcanes. El reino de los búlgaros, encabezado por Samuel, se rebelada periódicamente contra las leyes que era impuestas desde la capital del Imperio, Constantinopla, la ciudad que, tras la caída del Imperio Romano de Occidente, en el año 476, se habría constituido en el centro de la Cristiandad, con el nombre de Imperio Romano de Oriente. Estos búlgaros indómitos habían llegado a ser el único desafío contra el Imperio, pues por entonces los musulmanes no tenían ninguna debilidad de enfrentarse a los cristianos.
Basilio II, el emperador bizantino, decidió entonces que había llegado la hora de poner a los búlgaros en su sitio. Las luchas fueron largas y crueles, con muchas víctimas de lado y lado. Finalmente, en la Batalla de Balathista, las fuerzas de Basilio tomaron los flancos del ejército búlgaro y, después lo sorprendieron por la retaguardia. Las tropas búlgaras colapsaron: los 15.000 soldados que sobrevivieron fueron hechos prisioneros. Con su victoria, los bizantinos se anexionaron las tierras comprendidas entre los Balcanes y el Danubio, en plena Europa Central. El Imperio volvía a vivir años de esplendor.


Con 15.000 prisioneros en su poder el emperador bizantino había ganado una batalla pero también un problema: ¿qué hacer con los 15.000 búlgaros? Basilio II dictó, entonces una orden atroz, espeluznante: sacar los dos ojos al 99 por ciento de los cautivos, y un ojo al otro uno por ciento. Y así 14.850 búlgaros fueron dejados ciegos y 150 quedaron tuertos. La idea de Basilio fue simplemente macabra: “que los tuertos guíen a los ciegos de regreso a la capital de su país”. Y eso ocurrió, en efecto.
La devastadora imagen de una enorme multitud de ciegos sangrantes y sin esperanzas, llegando a tientas a Sredets (la actual Sofía), detrás de un grupo de tuertos derrotados y humillados, fue aterradora que el rey Samuel no la soportó: murió dos días más tarde, víctima de una impresión tan honda que le partió el corazón. Basilio, por su parte, parece que no tuvo remordimientos siguió con sus guerras (en 1018 se apoderó del sur de Italia) y murió, ya anciano en 1025, con un sobrenombre que, para sus súbditos era una expresión de admiración sincera: “Matador de Búlgaros”. Y así quedó para la historia. El dominio de Bizancio sobre Bulgaria duró casi dos siglos, hasta 1185. Pero finalmente, el Imperio Bizantino también desapareció; ocurrió en el año 1453, cuando Constantinopla cayó en manos de los turcos, comandados por el magnífico Solimán. Y con la caída de Constantinopla terminó la Edad Media. Ni más ni menos. Pero la crueldad sin límites de uno de sus emperadores, Basilio II será recordada por siempre. De los 14.850 ciegos y 150 tuertos nunca más se supo nada.