viernes, 11 de febrero de 2011

Antes del muro, el bloqueo

La Segunda Guerra Mundial había terminado. Alemania había quedado devastada y ocupada. El equilibrio de poder mundial había cambiado decisivamente: los Estados Unidos y la Unión Soviética eran las nuevas potencias dominantes. Por entonces, 1945, eran países aliados. Pero su alianza duraría menos de tres años. Y fue en Berlín donde americanos y soviéticos sostuvieron la primera confrontación de lo que, durante los siguientes cuarenta años, sería la Guerra Fría.
Todo empezó el 24 de junio de 1948. Ese día, tropas soviéticas cerraron todos los accesos al sector oriental de Berlín. Era la respuesta de Stalin a la emisión de una nueva moneda, con la que las potencias occidentales iban a neutralizar la maniobra soviética de emitir inmensas cantidades inorgánicas de viejos marcos, los ‘reichmarks’, para causar una inflación que quebrara la economía de la naciente República Federal de Alemania.
La emisión del nuevo marco, el ‘deutche mark’, enfurenció a Stalin, quien decidió asfixiar Berlín Occidental. Y así, con todos los accesos terrestres cerrados y con sus líneas de abastecimiento rotas, los sectores americano, británico y francés, con sus dos y medio millones de habitantes, estaban condenados a morirse de hambre. Para quebrar el bloqueo soviético solamente había una opción: la guerra. Por entonces, sin embrago, los líderes políticos y la opinión pública occidentales veían a la Unión Soviética como un país que no representaba ningún peligro, al que, además, había que darle un trato preferencial por los seis millones de rusos muertos en el frente oriental durante la guerra. La única gran excepción era Winston Churchill, quien, una vez más, se había adelantado a su tiempo cuando, el 5 de marzo de 1946, ya había advertido que, por la ocupación soviética de media Europa, donde colocó gobiernos títeres, una “cortina de hierro” había caído desde Stettin, en el mar Báltico, hasta Triestre, en el Adriático, dividiendo a Europa en dos.

Pero los líderes occidentales estaban dispuestos a todo, menos otra guerra. ¿Cómo hacer, entonces, para impedir que los habitantes de Berlín Occidental se murieran de hambre? Fue entocnes cuando a alguien se le ocurrió una idea descabellada: avituallar, ropa, medicinas, combustibles…
Todo, incluso, carbón para la calefacción. Y eso haría que hacerlo mientras durara el bloqueo.
Y el bloqueo duró hasta el 12 de mayo de 1943: 323 días, durante los cuales los americanos –con apoyo británico, y en menos grado, francés- hicieron 277.264 vuelos y transportaron 2’343.315 toneladas de carga. Casi una tonelada por habitante. En promedio, un avión aterrizó en Berlín cada 108 segundos, día y noche, las 24 horas. La gesta de los jóvenes pilotos americanos se convirtió en leyenda. Habían hecho lo imposible: salvar una ciudad e incluso convertirla en una de las más prósperas de Europa, con sus calles iluminadas, sus almacenes repletos (una gaseosa nacería) y algunas industrias empezando a funcionar después de la devastación en que había quedado Alemania al final de la guerra. El lema, excesivo y pomposo, de los ingenieros de la infantería de marina había demostrado su exactitud: “Lo difícil lo hacemos inmediatamente; lo imposible requiere de un poco más de tiempo.


Dentro de ese avituallar, estaba la Fanta.

Lo que dijo Napoléon

1792. Las tensiones entre la Francia revolucionaria y las monarquías absolutas de prácticamente toda Europa estaban llegando a su punto de estallido, a medida que en París el proceso se radicalizaba día tras día. La guerra, probablemente generalizada, parecía inevitable; parecía incluso, inminente. No era para menos: tres años después de la Revolución Francesa, el rey había sido despojado de sus poderes y según decían los pesimistas, la guillotina estaba siendo afilada para usarla pronto, contra el rey Luis XVI, y la Reina María Antonieta.
Los monarcas europeos, desde Catalina II de Rusia y Leopoldo II de Austria hasta Federico Guillermo II de Prusia y Francisco II de Hungría y Bohemia, temían, justificadamente, que los ardores revolucionarios franceses se expandieran hasta volverse incontrolables. Algo tenían que hacer. Antes de que hicieran nada, Francia se adelantó: el 20 de abril, la asamblea nacional declaró la guerra a Austria y, de inmediato, lanzó sus tropas contra los Países Bajos austríacos. Pero, al cabo de tres años de revolución y tumulto, el ejército estaba politizado, dividido y debilitado. De la euforia inicial, los franceses pasaron a la inquietud: la guerra podía perderse.

La noche del 25 de abril, el alcalde de Estrasburgo reunió en su casa a un pequeño grupo de “buenos franceses” para hablar de la guerra que recién empezaba. Entre los invitados estaba un capitán de ingenieros de la guarnición local, Claude-Joseph Rouget de Lisle, conocido por ciertas habilidades musicales no muy destacadas, pero habilidades al fin.
“Señor de Lisle –le exhortó fervorosamente el alcalde-, háganos un bello canto para este pueblo de soldados que surge a la llamada de la patria en peligro”. Y, efecto, Rouget de Lisle puso manos a la obra y, según dicen las crónicas de la época, esa misma noche cantó a todo pulmón, un himno que llamó Chant de guerre pour l’armée du Rhin, Canto de guerra para el ejército del Rin.
Unas semanas más tarde, un coronel del ejército encargado de reclutar soldados en Marsella y que casualmente había oído cantar el himno ordenó a sus soldados que lo aprendieran. Como no sabía su título, lo presentó como Chant de guerre aux armées des Frontières, Canto de guerra opara los ejércitos de las Fronteras, y lo convirtió en una canción de marcha de su tropa. Y, marchando y cantando, la tropa de Marsella entró a París el 30 de julio de 1792. Los parisinos, que tampoco sabía el nombre de la canción, la llamaron simplemente La Marsellesa.
De cómo ese canto patriótico para los soldados franceses en la guerra de 1792 se convirtió para el mundo entero en el himno mayor a la libertad podrían escribirse libros completos. Lo cierto es que La Marsellesa (“Allons, enfants de la Patrie, le jour de gloire arrivée; contre nous de la tyrannie, l’létendard sanglat est levé”) es cantada en cada rincón del mundo occidental cada vez que “contra nosotros, de la tiranía, el estandarte sangriento es levantado…”.
Sin embargo, terminada, la guerra contra Austria y durante la Primera República Francesa, los dos imperios, la Restauración Borbónica y la Segunda República, La Marsellesa fue relegada y casi olvidada. Eso ocurrió a pesar de que, porco después de su golpe de Estado del famoso 18 de Brumario del año VIII (es decir el 9 de noviembre de 1799), el futuro emperador Napoleón Bonaparte, extasiado por el inmenso fervor popular que despertada La Marsellesa, aseguró que “esta música nos ahorrará muchos cañones”.
Recién un siglos más tarde, durante la Tercera República Francesa, La Marsellesa volvió a ser muy popular entre los soldados, pero desde 1940 bajo el gobierno colaboracionista de Vichy, durante la Segunda Guerra Mundial, otra vez, La Marsellesa dejó de ser tocada en Francia, aunque posteriormente fuese el ícono de la Resistencia en la Francia Ocupada y en algunas colonias (veáse: http://www.youtube.com/watch?v=Yt1vQ81jNWw&feature=related). El líder de la Francia Libre, el General Charles de Gaulle, la adoptó como canción de guerra, y tras la victoria aliada, como “la canción de los franceses”. Por fin, La Marsellesa, el himno de mayor libertad en todo tiempo y en cualquier lugar, fue convertida en himno nacional de Francia un 4 de octubre de 1958. Hace casi, medio siglo.