jueves, 31 de marzo de 2011

Todo iba bien hasta que... II

El mundo y mi nacimiento

El hilo conductor de la política internacional a todo lo largo de la década de los ochentas fue la Guerra Fría: detrás de cada crisis política honda, de cada conflicto interno o internacional, de cada levantamiento guerrillero y de cada cuartelazo o golpe de Estado estaba, sutil o alevosa, la mano de una de las superpotencias. El conflicto ideológico fue constante, como
lo había sido desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el planeta quedó dividido en dos áreas de control e influencia. En esa década, el mundo gastó en armas unos quinientos mil millones de dólares anuales. Nada menos. Y el arsenal nuclear tenía, en conjunto, una potencia de destrucción equivalente a un millón de bombas atómicas como la que había destruido Hiroshima en 1945. Veáse el "Cataclismo de Dámocles", del premio Nobel García Márquez.

La muerte de Leonid Brezhnev abrió para la Unión Soviética un período de inestabilidad política que reflejó con gran claridad la catástrofe económica que ya la afectaba en sus entrañas y que era el secreto mejor guardado del mundo. Y es que su economía socialista y centralizada, muy ineficiente, no pudo mantener el aparato militar inmenso que había creado. Y, claro, quebró. En marzo de 1985, cuando Mikhail Gorbachov asumió el poder, la URSS ya era un gigante anémico y tambaleante, que no podía sostener su propio peso. Y en cinco años se desplomó, con resignación y… ¿para siempre?

Pero no solamente la Unión Soviética estaba enferma de muerte. En realidad, como más tarde se sabría, en todos los países socialistas, desde las fronteras rusas hasta el mar Caribe y desde el sureste asiático hasta el corazón del África, los padecimientos políticos y económicos se agravaban con velocidad de vértigo (surgirían las guerras civiles). Es así que en Polonia ya las multitudes estaban a diario en las calles, convocadas por el sindicato independiente Solidaridad (¡coincidencia con lo de África del Norte!). El régimen comunista lo declaró ilegal y lo envió a una clandestinidad forzada y triunfante.


El líder de Solidaridad, Lech Walesa, que estuvo preso un año acusado de cualquier cosa, salió de la cárcel en la Navidad de 1982 para encabezar la que sería la ofensiva final contra el régimen socialista. Y es que al derrumbe soviético siguió la caída del sistema en toda Europa del Este: Polonia, los tres países bálticos, Rumania, Bulgaria, Hungría... Incluso Albania, “el primer país ateo del mundo”, que vivió cuarenta años aislado del mundo, en el atraso más espantoso. Algunos países, como Checoslovaquia, se dividieron y desaparecieron. Y otros, como Yugoslavia, se desintegraron en guerras espantosas y matanzas de horror. Al terminar esa década, en 1990, la ofensiva había terminado. Nunca este planeta había cambiado tanto en tan poco tiempo. El colapso del régimen socialista alteró toda la geopolítica mundial: la bipolaridad se convirtió en unipolaridad, con los Estados Unidos como potencia única y hegemónica, mientras emergían algunas potencias menores, como el Japón, la Unión Europea y, posteriormente, China y la India. El movimiento planetario hacia la izquierda, iniciado en 1917 con la revolución bolchevique, se detuvo en menos de diez años. Las democracias liberales se expandieron por el mundo, mientras las tensiones internacionales disminuían con tanta rapidez como las dictaduras, el número de guerras y los gastos en armas. El peligro de un holocausto nuclear parecía extinguido para siempre. Planetariamente, en términos de seguridad internacional, todo iba bien...


Los conflictos entre ideologías del siglo XX, que a su vez sustituyeron a los conflictos entre estados-nación del siglo XIX como el argumento central de la política internacional, estaban dando paso a la competencia –sobre todo económica– entre estados-nación, e incluso entre bloques de países. Al empezar el siglo XXI, todo parecía indicar que, en el futuro previsible, las grandes disputas internacionales ya no serían dirimidas con armas, en los campos de batalla, sino con productos y servicios, en los mercados, o reducidos a un botón de laboratorios subterráneos. Al planeta Tierra parecía esperarle un largo siglo de paz global, como el que disfrutó entre 1815, al final de las Guerras Napoleónicas, y 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Sí, todo iba bien, hasta que llegó el 11 de septiembre de 2001 y un nuevo siglo y un nuevo milenio... Pero eso ya es otra historia.

Todo iba bien hasta que...

Aquel aciago martes de verano, era un día cualquiera. De repente dos aviones al mando de combatiente islámicos cuasi-radicales fueron estrellados contra los edificios del Wall Trade Center, las famosas Torres Gemelas de Nueva York, la capital del mundo. Hubo bastante más que tres mil muertos y un sentimiento generalizado de desconcierto, consternación y horror. Hubo, sobre todo, un giro inesperado pero decisivo en el rumbo de la política internacional, porque, de pronto, el mundo se encontró ante una confrontación honda y total entre la Cristiandad y el mundo musulmán. Tal como mil años antes.

Sí, en el siglo XI, cuando los turcos tomaron Anatolia tras la batalla de Mantzikert y establecieron una serie de sultanatos a lo largo y ancho de la península, las rutas terrestres hacia Jerusalén quedaron cerradas para los peregrinos cristianos que, en busca de ayuda, recurrieron al Papa Urbano II. Al grito de “¡Dios lo quiere!”, el Pontífice convocó la primera de las cruzadas que durante los dos siglos siguientes partieron de Europa hacia el Oriente Medio en busca de recuperar el Santo Sepulcro, que por entonces ya estaba cuatro siglos en manos musulmanas.
En el siglo XXI, tras los ataques en Nueva York, las legiones cristianas partieron hacia Afganistán, en 2002, y hacia Irak, en 2004, y quizás hacia Libia en el 2011, en busca de los jefes musulmanes que, al grito de “¡Alá es grande!”, habían lanzado una guerra santa contra los infieles. La teoría del profesor Samuel Huntington, según
la cual las civilizaciones serán los protagonistas políticos principales en el siglo XXI y que los conflictos entre ellas marcarán a fuego este período de la historia, pareció más certera que nunca.


En efecto, en un artículo de Foreign Affairs, Huntington recogió un concepto, el “choque de civilizaciones”, que había sido usado inicialmente nada menos que por Arnold Toynbee. Don Huntington pulió y profundizó, en su libro The Clash of Civilizations, su teoría de que el conflicto entre civilizaciones reemplazaría a los conflictos entre estados-nación, como lo fueran hasta la Primera Guerra Mundial, o entre ideologías, como lo fueran durante casi todo el siglo XX, como el argumento central de la historia mundial.

Según Huntington (cuya teoría implícitamente refutaba la de Francis Fukuyama de que se aproxima el "final de la historia" con el triunfo definitivo de la democracia occidental), las «líneas de fractura » entre las civilizaciones serán los frentes de batalla del futuro. El 11 - S, con los ataques en las Torres Gemelas, fue evidente que la primera línea de fractura del siglo XXI es la que separa a la Cristiandad Occidental del Mundo Musulmán. La batalla ya había empezado...

(Continúa...)

¡Dios no muere!

Ya no estamos claro, en la Edad Media, cuando los conventos y los monasterios eran el centro de la vida cultural, literaria, filosófica y científica de esa Europa medieval que tenía la vanguardia indisputada del pensamiento y la creación. Aquellos fueron los siglos en que el poder de la Iglesia Católica no era solamente espiritual, sino también temporal, pues las legiones del Papa hacían que Roma fuera impenetrable, mientras los caballeros cruzados avanzaban periódicamente hacia el Este, en pos de arrebatar el Santo Sepulcro de manos de los «infieles» e incluso tal vez, algún día, encontrar el Santo Grial (burdo, craso e iluso error). El oficio sacerdotal, que empezó con el “pescador” Simón, llamado Pedro por encargo directo de Cristo: “Te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”, según la cita de San Mateo…

He aquí la pregunta: ¿la interpretación de ésta célebre frase, es la causal y deviniente iniciación y formación de los sacerdotes, monjas, seglares y demás “personas de Dios“?
A través de los siglos esa frase convocó al servicio de Dios a miles y miles de hombres, que aportaron al afinamiento y perfección de la doctrina cristiana, como Pablo de Tarso, Agustín de Hipona o Santo Tomás de Aquino, o se dedicaron a llevarla por los siete mares y difundirla en cada rincón del planeta, como es el caso de la logia jesuita hasta convertirla en la fe mayor de una humanidad, habitualmente doliente pero esperanzada.

Los tiempos cambiaron, sin embargo, y es que no solamente el estoicismo fue suplantado por el hedonismo y el idealismo por el pragmatismo, sino que la creciente secularización del mundo fue convirtiendo al sacerdocio en una “vocación” cada vez más escasa y, por lo mismo, extraña e infrecuente, al extremo de que conventos y monasterios que durante siglos bulleron de actividad y empeño, fueron deviniendo en inmensos lugares silenciosos y casi vacíos, que más que congregar fieles devotos y contritos, reúnen turistas caóticos y profanos deslumbrados por un esplendor de antaño que no entienden ni respetan.

Talvez ésta si sea la respuesta a la pregunta, cita tomada no de un Santo Evangelio, sino más bien de una santa (que tan disputado origen tienen éstos seres humanos doctos):
“No me mueve mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno, tan temido, / para dejar eso de ofenderte, Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en la cruz y escarnecido, muéveme el ver tu cuerpo tan herido, / muéveme tu martirio y tu muerte…” (Santa Teresa de Ávila).


O simplemente bastaría con decir: “¡Dios, no muere!”