He aquí la pregunta: ¿la interpretación de ésta célebre frase, es la causal y deviniente iniciación y formación de los sacerdotes, monjas, seglares y demás “personas de Dios“?
A través de los siglos esa frase convocó al servicio de Dios a miles y miles de hombres, que aportaron al afinamiento y perfección de la doctrina cristiana, como Pablo de Tarso, Agustín de Hipona o Santo Tomás de Aquino, o se dedicaron a llevarla por los siete mares y difundirla en cada rincón del planeta, como es el caso de la logia jesuita hasta convertirla en la fe mayor de una humanidad, habitualmente doliente pero esperanzada.
Los tiempos cambiaron, sin embargo, y es que no solamente el estoicismo fue suplantado por el hedonismo y el idealismo por el pragmatismo, sino que la creciente secularización del mundo fue convirtiendo al sacerdocio en una “vocación” cada vez más escasa y, por lo mismo, extraña e infrecuente, al extremo de que conventos y monasterios que durante siglos bulleron de actividad y empeño, fueron deviniendo en inmensos lugares silenciosos y casi vacíos, que más que congregar fieles devotos y contritos, reúnen turistas caóticos y profanos deslumbrados por un esplendor de antaño que no entienden ni respetan.
Talvez ésta si sea la respuesta a la pregunta, cita tomada no de un Santo Evangelio, sino más bien de una santa (que tan disputado origen tienen éstos seres humanos doctos):
“No me mueve mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno, tan temido, / para dejar eso de ofenderte, Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en la cruz y escarnecido, muéveme el ver tu cuerpo tan herido, / muéveme tu martirio y tu muerte…” (Santa Teresa de Ávila).
O simplemente bastaría con decir: “¡Dios, no muere!”
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